DESDE LA BARRERA. Segunda entrega

 Segunda entrega de este relato que ojalá y sea de su grado y lo disfruten.

Como la anterior entrega, está totalmente dedicado a los pueblos originarios y todo aquél y aquella que haya sido o sea objeto de discriminación por razón de su color de piel, extracción social o cualquier otra cuestión en toda Nuestra América. Con todo cariño  a todos y como muestra de simpatía al Movimiento Poder Prieto que se promueve en México.

Recuerden que el siguiente capítulo también está protegido por Derechos de Autor. 


II


Este pueblo era así, despedía su fiesta y esperaba la del siguiente año. Entre medias, la ilusión se mantenía con otras festividades religiosas y paganas: la fiesta del Holoch, o sea, del maíz nuevo con el que se elaboran los deliciosos panuchitos de ixwá que además de alimentar al cuerpo, también sanaban el alma; se celebraba el día guadalupano, el nacimiento de Cristo, carnaval, y otra vez, el cercano olor de la fiesta patronal.  

Viviendo estos ciclos, el tiempo transcurrió y llegó el momento de la adolescencia de Chava y Chío, ahora habían unos cambios, tanto dentro de la fiesta, como dentro de la amistad de estos dos púberes. Es sabido en este pueblo que quien tiene gallinas las debe poner a buen resguardo, porque quien tiene gallos no tiene ningún problema en dejarlos sueltos, por lo tanto, los padres de Chío hacían lo que correspondía, la adolescente ahora ya no andaba suelta, sino siempre acompañada por sus padres y si estos no podían acompañarla, al no tener servidumbre para delegar esta responsabilidad, Chío se quedaba en casa a la espera de que alguien la llevara a algún sitio.

Bajo esta premisa, la amistad entre Chava y Chío no se disolvió pero sí tomó distancia, ahora solamente se saludaban lo indispensable cuando se encontraban en la calle y sólo si Chío estaba acompañada y salvaguardada por uno de sus progenitores.

La que más echaba en falta los momentos alegres de la amistad infantil, era Chío, su condición femenina la limitaba, ahora, no podía bailar ni jugar, ni hablar de toros, ni podía compartir música con Chava, ahora tenía que conformarse con hablar de lo mismo que hablaban las demás muchachas del pueblo, cosa que le venía bien, pero, ¡cuánto necesitaba hacer lo que sólo con Chava hacía! Hablar de Toros, de arte flamenco.

Chava recordaba muy bien el día que fue por última vez a buscar a Chío para enseñarle el disco de Agustín Lara con canciones dedicadas a muchas ciudades de España, iba con toda la ilusión del mundo a que escuchara la que más le movía el alma:

Cuerdas de mi guitarra

que en dulces ayes

sonando van.

Lloren que cuando lloran

también mis ojos

llorando están.

Canta guitarrita de mi vida

que al oir tus dulces notas

muero de alegría.

Pero doña Mimí con todo el cariño y mucha pena no le dejó verla, y le explicó que en adelante solamente podían hablar brevemente cuando se encontraran por la calle y Chío estuviera acompañada por sus padres o por el cura del pueblo. Chan Chava volvió con mezcla de orgullo herido, frustración, y confusión, cuando llegó a casa y lo contó a sus padres, estos comprendieron de inmediato la situación, doña Fátima tuvo un pensamiento de aprobación hacia la nueva situación, y don Salvador dijo guasonamente:

- Así que Don Juan Antonio ya empezó a guardar a su gallinita, hace bien, hace bien, porque yo no tengo problema para dejar a mi gallo suelto.

- Sí, hacen bien, hacen lo que se espera de la gente decente de este pueblo, pero tampoco hace falta que lo digas como si fueras uno de esos indígenas pelados, por favor, se más delicado que me repugna cuando te expresas así, la muchacha a pesar de no pertenecer a nuestra clase me cae simpática y le deseo lo mejor a ella y a su madre que a pesar de su condición, es una dama.

- Bueno, mujer, tampoco es para tanto, si no tengo nada en contra de ellos, sólo fue una expresión.

- Ya.

Esto último ya no lo escuchó Chan Chavita que se había ido a escuchar él sólo, la canción que quería compartir con Chío, y cuando la melodía llegó al punto que dice:

Canta guitarra por mí, por mi raza cañí, canta tú,

tú, tu sí sabes cantar, tú sí sabes llorar por mí.

Chan Chavita sintió una emoción indescriptible que le llenó el cuerpo y su alma arrojó las que debíande ser sus últimas lágrimas de niño, sólo las últimas de niño.

Chava pasó las fiestas de ese año, mejor que Chío, el hervor de la adolescencia y la libertad de la que disfrutaba por haber nacido varón, para ir de un lado a otro le hacía tener la mente ocupada en diversas distracciones, los amigos eran fundamentales, pero los  toros seguían siendo un dulce manjar para su alma, ahora ya dominaba el toreo de salón que ejecutaba ahora sí con capote, muleta y estoque de verdad, que adquirió cuando sus padres le premiaron con un viaje a España, por haber terminado la educación secundaria con excelentes notas.

Este viaje, fue, (como dicen los que viajan al extranjero con un plan de visitas guiadas, hoteles y restaurantes previamente concertados), “muy ilustrador”. La familia Arámburu se ilustró muy bien acerca de los preciosos hoteles en los que se puede uno hospedar en el territorio español, de las comidas magníficas que se sirven en los restaurantes de postín y que la inmensa mayoría del pueblo desconoce.

Se ilustraron acerca de la forma de ser de los empleados de todo el entramado sector turístico de cinco estrellas, y se fueron, como se va todo el mundo que viaja en estos planes tan culturales, pues conociendo muy de cerca la “idiosincrasia del pueblo”. Los viajes, no cabe duda, ilustran.

En cuanto a las fiestas del Santo Patrono del pueblo, todo seguía exactamente igual, las mismas actividades eran programadas y estas se realizaban de igual manera año tras año; Sólo la corrida de toros había sufrido un ligero cambio, en vez de cebús, ya se toreaban toros de media casta, es decir cruce de algún toro semental de lidia, con vacada común, sea indobrasil, suizas u otras razas, por lo tanto, la lidia iba tomando ya más forma gracias a los genes del progenitor, y el coste se podía cubrir, gracias al ahorro que significaba el pago de ejemplares sin una raza pura.

Aquellos modestos toreros que se enfrentaban a los cebús, habían llegado ya a la edad de retiro y casi al tiempo que cada uno de ellos se alejaba de los ruedos era suplido por algún torerillo que venía de otros zonas del país que andaban en la guerra y buscaban placearse antes de que les llegara la gran oportunidad, así, tanto los toros como los toreros habían subido ya el nivel de las corridas.

El público también se adaptaba, el nivel de exigencia también cambió, ahora se podía arrancar más pases a los toros, por lo tanto, a los toreros, que ya no eran todos de la región, pero que ya empezaban a ser conocidos, se les reclamaba estar a la altura justa de las circunstancias, además, ahora los trajes de luces ya se podían ver completos de la montera a las zapatillas, porque además de los jóvenes aspirantes les había también banderilleros que rellenaban los espacios de tiempo en los que no tenían contrato, toreando en plazas de pueblo. Las tardes de toros iban tomando cada vez más forma.

Ahora, Chan Chava no iba con la familia de Chío, porque la gente podría interpretar erróneamente que las familias de ambos tendrían algún interés en emparentarse, cosa que Chava iba entendiendo poco a poco,  inconscientemente, iba asimilando la forma en la que debía de conducirse un hombre y una mujer y aunque también había en él un vacío al dejar de tener con la muchacha esos encuentros con arte cañí, lo seguía sobrellevando mejor que Chío pues estaba en la etapa de los segundos descubrimientos, y a los chicos pocas cosas se les restringía.

De todas formas, los dos muchachos estaban puntualmente en la Plaza, ocupando su sitio de baranda, cada quien por su lado, Chava con los amigos y Chío con sus padres.

La plaza seguía confeccionándose según los cánones tradicionales pero el Chumucché ya había desaparecido, pues como los toros ya daban más juego, ya no era necesario echar mano de más malabares que los propios de la lidia, para darle arte a la fiesta.

Ese mismo año también fue cuando comenzó a lidiarse un toro auténtico de lidia, donado por algún ganadero, lo cual la afición agradecía, ignorando el interés fiscal que había detrás de “tan generoso” donativo que tan “hábilmente”, los organizadores y autoridades habían conseguido.

A este toro le tocó en esta ocasión salir como el cuarto de la tarde: era un bicho enorme, cercano a los 500 kilogramos, cinqueño, negro, listón, calcetero, y cornivuelto, el Primer Espada lo recibió a portagallola, toro y torero se acompasaron a la perfección en un afarolado que fue muy aplaudido por el Respetable, el toro era imponente, además, era el primer toro que estaba señalado con una divisa y tenía nombre: “Mayero” y por todas las novedades que le rodeaban, este toro permanece en la memoria de todos los que asistieron a esa corrida.

Tanto Chava como Chío miraban con atención el comportamiento del animal y cuando el toro pasó en su veloz carrera para echar su primera vuelta de reconocimiento al ruedo, recorriendo toda la zona de tablas, los dos distantes amigos formaron parte de la espontánea y acompasada coreografía de levantamiento de pies para evitar que el toro se los enganchara y se los llevara al lomo.

Desde su sitio de baranda, se miraron mutuamente con cada alegría que les daban tanto el diestro como el toro y cuando llegó el momento del reconocimiento de la bravura del uno y el valor del otro, sabían que ambos lamentaban el hecho de que lo único que tenía la baranda de negativo, era que no podían ponerse en pie.

Las fiestas transcurrieron ese año como estaba siempre previsto y los lugareños continuaron con su vida cotidiana. Una semana después de las Fiestas, Chío tuvo que quedarse con la Chichí mientras sus padres estaban en la Ciudad consultando al médico por una indisposición que doña Mimí venía sintiendo desde hace unos días atrás. El pronóstico de la enfermedad, fue sólo uno: metástasis. Cuando don Juan Antonio se lo comunicó a Chío, ésta no pudo resistirlo más y salió corriendo a casa de Chava, Cristina, la eterna sirvienta de la casa Arámburu salió a atenderla cuando la dolida visitante llamó con voz mediana desde el umbral de la puerta que siempre permanecía entreabierta durante el día, como lo hacía toda la gente del pueblo.

- ¿Qué haces aquí Chío? ¿Te mandan tus papás? ¿pasa algo grave? Si no, te va a regañar tu mamá.

- ¿Está Chava? – preguntó Chío con las primeras lágrimas de todo el llanto que ya no podía retener.

- Sí, pero yo creo que tus papás se van a molestar mucho con esto que tú estás haciendo ¿por qué mejor no vas a buscar a tu mamá y vienes con ella?

- Por favor Cristina, dile que quiero hablar con él.

En esto estaban, cuando apareció doña Fátima:

- ¿Qué pasa? – preguntó intrigada y asustada por ver a Chío llorando y sola “¡embarazada!”, pensó, “¡de Chava!”.

Pero la preocupación desapareció y sintió una relajante sensación de alivio cuando Chío se lanzó a sus brazos con la cara bañada en lágrimas y le contó que muy pronto se quedaría huérfana de madre ¡menos mal que era menos grave de lo que pensaba! La señora consoló amablemente a Chío y ésta se fue con la misma pena con la que vino, ni qué decir que a Chava por supuesto no lo vio, pues doña Fátima tuvo la delicadeza de mantener la cabeza firme para no cometer el error de hacer una excepción que luego, seguramente Chío y solamente Chío lamentaría. Ya se sabe, nobleza obliga.

El penoso día llegó, en la misa de cuerpo presente estaba Chío acompañada de su padre y su abuela y con ellos, llenando toda la iglesia, la gente del pueblo ¿toda la gente? Sí toda la gente que se espera que vaya, por supuesto que esta es la que forma que se espera que actúen las dos clases minoritarias de esta sociedad: ricos y clase media. Los únicos representantes de los pobres eran Cristina y el Chel que acompañaban a los Arámburu. Los pobres no asistieron, no por insensibles, sino por la costumbre de saberse excluidos de los asuntos de estas dos clases sociales. Aunque nadie les reprocharía su asistencia, bien sabían que no pintaban nada en ese entierro y nunca mejor dicho.  Así estaba ya organizado el pueblo, era una de esas costumbres que sin tener el respaldo de la ley escrita, contaba con el consentimiento tácito de los legislados.

El duelo para el viudo y su hija puede imaginárselo cualquiera, el pueblo los acompañó durante todo el luctuoso ceremonial y Chan Chavita, sólo justificado por las circunstancias, tuvo licencia para acercarse a consolar a su amiga de la niñez, tarea que parecía difícil de conseguir.

Al llegar a casa después de las exequias, Chío se quitó la mantilla que tan prematuramente había ya heredado, la dobló y la guardó con el mismo cuidado que la recogía su ahora difunta madre, en la misma caja de madera tallada en el que Doña Mimí siempre la había guardado junto al mantón de manila.

El resto del día transcurrió en silencio, los tres dolosos trataron de sobrellevarlo de la mejor manera posible. Chío pasó por la máquina de coser y la acarició, como si acariciara la energía que su madre había dejado en ella en cada prenda confeccionada. Miró la mesa de corte y las telas ya cortadas que estaban esperando a ser unidas por Doña Mimí con las puntadas de la máquina. Chío decidió que mañana revisaría los encargos pendientes de acabar y continuaría con la labor. Nadie se lo había dicho, pero por una inexplicable razón sabía que ahora ella tenía la estafeta para el relevo.

Quien haya sufrido una pérdida sabe lo que queda después de un sepelio: silencio, no saber cómo llenar el vacío que deja la persona amada; también sabe que lo cotidiano, lo de siempre, aunque no se mueve, se siente diferente: la casa sigue igual, todo está en su sitio, ni siquiera a la Chichí se le había olvidado la ofrenda culinaria a San Bernardino de Siena, ahí estaba, su ración debidamente dispuesta, los mismos muebles en los mismos sitios pero se percibían de forma distinta y el sentimiento que provocan, es el de no explicarse cómo puede seguir todo intacto.

Chío se asomó por la ventana de su habitación y vio lo que ocurría en la calle, y también era todo igual, el mismo paisaje de indígenas que ella y todos los de su condición, se empeñaban en llamar neciamente “mesticitos”, iban y venían con sus cargas de siempre y sus vestimentas de siempre: huipiles por ahí y por aquí, alpargatas por todos lados, nada era distinto ¿por qué después de una pérdida el entorno sigue igual? Si algo hubiese cambiado, si algo se hubiese movido de su sitio este día, quedaría la efímera esperanza de que al devolverlo a su estado original la pena se aliviaría, pero no, no había nada que restablecer, todo marchaba en la forma habitual.

En casa de Chan Chavita se sentía pena por la precoz defunción de Doña Mimí, se sentía un sincero aprecio por esta familia discreta y agradable, con cuyos miembros siempre se podía pasar una tertulia encantadora, aunque en los últimos años, por las razones ya sabidas, se hubieran visto en la necesidad de tomar una “sana” distancia.

Poco a poco, la vida de los deudos de Doña Mimí fue encauzándose de forma armoniosa entre el dolor y la cotidianidad; la vida iba tomando una nueva forma de llevarla sin uno de los pilares de la casa. Chío continuó con lo que había sido el modus vivendi de su madre, paulatinamente iba adquiriendo mayor destreza en la confección de los atuendos encargados y cada vez se demoraba menos en entregarlos, vivir en un pueblo tiene sus ventajas, en determinadas ocasiones la gente podía comprender muy bien la situación de cada quien, y la verdad es que Chío no podía quejarse de la paciencia que le tuvieron las antiguas clientes de su antecesora, pero también es verdad que la chica era tan empeñosa que no defraudó a nadie y pronto todo se condujo al ritmo acostumbrado.

Chan Chava seguía con lo habitual, los estudios, los amigos y su afición por los toros, seguía sin dar con la persona que llenara esos momentos que en la infancia compartía con Chío y aunque a ratos lo lamentaba, sus circunstancias privilegiadas le permitían pasarlo por alto, cada vez con mayor facilidad.

El tiempo transcurría, la vida social de cada uno de los muchachos era muy distinta, la de Chío discurría entre el trabajo, la práctica de los bailes y castañuelas que su madre compartió con ella hasta donde las fuerzas le acompañaron, alguna salida esporádica con su padre y alguna menos con su abuela y por supuesto, la puntual asistencia a la misa de los domingos.   

Hasta que llegó el último año de Chava en el pueblo, pronto acabaría el curso escolar y había que prepararse concienzudamente para ingresar a la universidad, lo que implicaba a su vez, mudarse a la Ciudad para cumplir con tal fin. Doña Fátima sentía el dolor de la próxima partida de su único hijo, la preocupación de tener al muchacho tan lejos, de no saber lo que hace a cada momento, el verlo como se convertía en hombre, le hacía sentir una intensa nostalgia por los tiempos en los que Chava estaba bajo la custodia permanente de sus padres, los juegos infantiles habían ido quedando paulatinamente atrás, ya poco jugaba aquél que seguía siendo su niño, las pelotas infantiles ahora eran balones disparados con la fuerza de los chicos de su edad que compartían con él los partidillos de tiempo libre.

Doña Fátima sentía nostalgia por los momentos ya tan lejanos en los que jugaban los dos a las escondidillas en el patio de casa, recordaba cómo se escondía su Chavita detrás de los árboles frutales para no ser descubierto, la  señora recorría el patio que seguía estando lleno de árboles pero aquél niño ya no estaba detrás de ninguno de ellos y pronto pasaría largos periodos de tiempo sin estar por ningún rincón de la casa y por ninguna parte del pueblo. La madre iba casi todo el día apenada por las futuras ausencias de su hijo.

Don Salvador, como varón que es, no demostraba tanta pesadumbre y prefería ocupar su mente en ayudar a su hijo en los trámites necesarios para su ingreso a la Universidad, se ocupaba principalmente de buscar un buen alojamiento para el muchacho y que tuviera todas las facilidades de desplazamiento y alimentación.                                    

Como siempre suceden cosas agradables en la vida que rompen la rutina, una de ellas aconteció: se había anunciado la inclusión en el cartel de una corrida en la Monumental de la Ciudad, del Maestro Antonio Chenel “Antoñete” y todos querían ser testigos de una tarde que podía ser memorable, un taurófilo no podía dejar pasar la oportunidad de ver a Antoñete, que para esas fechas ya algunos esperaban el anuncio de su retiro definitivo.

Ni don Juan Antonio, ni don Salvador habían podido hacerse con entradas, el pueblo era un polvorín, no se hablaba más que de la corrida de Antoñete, como siempre, grandes expectativas o severas críticas, unos defendiendo la depurada técnica del Maestro que se sobrepone a la edad y los otros, que la edad es la edad y que aunque hay que reconocerle el valor de ponerse con todos sus años a cuestas ante el toro, el Maestro ya debía de retirarse, y los otros replicando sin cansancio, en favor del diestro como si se tratara de algún miembro de su familia.

Los que habían podido conseguir entrada, se pavoneaban tranquilamente por el pueblo, los que no, seguían tratando de conseguirlas afanosamente. Don Humberto, que era otro de los ricos del pueblo, cuya fortuna derivaba del lícito y muy loable negocio de la fabricación de manteca de cacahuate, era uno de los afortunados que tenían las localidades en mano, Don Juan Antonio intentó lo que ya había intentado con otros, comprarle una entrada:

- Qué suerte tuvo don Beto, si usted quiere, le puedo pagar por triplicado el precio de uno de sus boletos – ofreció en tono divertido don Juan Antonio, y en el mismo tono contestó don Humberto:

- ¡uuuuuuuy! Don Juan Antonio, yo, como dice el pasodoble “no cambio ni por un trono mi barrera de sol”, además, aunque accediera, voy con mis tres muchachos, así que si me deshago de alguno, uno de nosotros se quedaría sin ir a la plaza.

- Pues en eso lleva razón, lo que pasa es que necesito tener asegurada una entrada para Chío, porque el “Tribuna del Sur” ya me ha enviado mi acreditación como miembro de la prensa.

En ese momento se acercó a ellos Don Salvador y comentó que tampoco él había podido conseguir nada, pero que estaba a la espera que le resolvieran algo sus amigos del Club Interamericano Libanés el “CIL” que le prometieron ayudar en todo lo posible.

- Y si no, ¿por qué no lo intentan ustedes el mismo día de la corrida en la reventa? Eso sí, ya pueden llevar la cuenta bancaria, porque en esta ocasión los revendedores se van a pegar una pasadota de antología.

- Dios no quiera que tengamos que echar mano de esa opción, - dijo don Juan Antonio - los días pasan y todavía no conseguimos nada, pero yo no puedo arriesgarme, tengo que conseguir una, porque Chío tampoco se lo quiere perder y si por mala fortuna no conseguimos nada en la reventa, me va a arruinar la tarde entera y entonces no voy a poder entrar ni yo a cumplir con mi trabajo, porque a Chío no la puedo dejar sola fuera de la plaza durante todo lo que dura la corrida

En ese momento, los tres caballeros hicieron un solemne silencio, a los tres les vino a la mente la idea de que en otros tiempos don Juan Antonio estaría tratando de comprar dos localidades más en vea de una, porque seguramente, Doña Mimí querría ser la primera en entrar esa tarde a la plaza y comprendieron cuánta falta le hacía su compañera hasta en los momentos tan gratos como éste, pues de seguir Doña Mimí con vida, Don Juan Antonio se quedaría más tranquilo si las dos mujeres no podían acceder a la Plaza, pues las dos se harían compañía. Afortunadamente, en ese oportuno momento, se incorporó Chava a la tertulia callejera.

- ¡Hombre, Chan Salvador! ¿Ya estás listo para la “fac”? – preguntó jovialmente don Juan Antonio.

- Oui, oui, - siguió con la broma Chava-

- Aquí don Humberto ya está bien armado con sus cuatro entradas ¿qué te parece? Y tu papá y yo todavía pepenando por unas.

- Lo que temo mi estimado Juan Antonio, es que nos vuelva a pasar como nos pasó cuando llegó el Cordobés.

- No me lo recuerde, Don Salvador, no me lo recuerde que me entra un no sé qué que quién sabe qué que me pongo de mal humor.

- ¿Pues qué pasó? – preguntó Chava.

- Pues lo mismo que ahora hijo, -comenzó a explicar el periodista taurino, -no teníamos entradas y nos aventuramos a ir para conseguirlas en la reventa, éramos cuatro, ni tú ni Chiíto, habían nacido, así que fuimos con tu abuelo y mi padre a la ciudad, y solamente pudimos conseguir dos boletos en la reventa, así que decidimos que lo justo era que entraran tu abuelo y el de Chío.

- Esa tarde, la Plaza no es que estuviera hasta la bandera, sino que estaba hasta el callejón, había gente con entradas en el callejón, ¡imagínate! – dijo don Humberto. – yo cuando veía a la gente que estaba ahí, me ponía a rezar para que no fuese a salir un toro huido. Nada más de pensarlo, se me ponía la carne de gallina.

- ¿Y no hubiese sido más equitativo que entraran el padre del uno con el hijo del otro? Así, las dos familias y las dos generaciones quedaban representadas.

- Pues esa es otra Chavita – respondió don Juan Antonio – tu padre y yo decidimos que lo justo era que ellos dos entrasen porque la experiencia ya la habían vivido antes, con Manolete, en la Capital.

- Es lo que tiene el vivir en un pueblo, que cuando se dan estos grandes eventos, hay que ingeniárselas para presenciarlas, porque muchas veces, ni con el dinero se consigue.

- ¿Y los dos abuelos viajaron hasta la Capital para eso?

- Sí, en avión, pero cuando llegaron a la Plaza no pudieron conseguir nada, nadie vendía, a la gente que le ofrecían comprarle sus entradas les contaban lo que habían tenido que hacer para obtenerlas, algunos decían que hasta habían tenido que empeñar el televisor o la máquina de coser de la mujer, así que no tuvieron más remedio que volverse lo más pronto posible a casa.

- Pues ojalá consigan asegurar la entrada antes de ir, mis estimados señores, o no va a quedar más remedio que probar suerte otra vez en la reventa.

- Pues ojalá,  - concedió Don Juan Antonio - porque si no, lo vamos a tener crudo.

El día de la corrida llegó, los Arámburu, padre e hijo, se trasladaron a la Ciudad en el vehículo de la familia porque don Salvador prefería pagar las horas que fueran necesarias de aparcamiento que viajar en uno de los autobuses de segunda categoría en donde viajaba el pueblo, los que no tenían dinero para comprarse un vehículo propio, y tampoco le enamoraba la idea de que al llegar a la Ciudad, todavía tenía que subirse a otra forma de transporte utilizada por el populacho: el taxi, no ¡qué horror! Eso ni pensarlo.

Por lo que respecta a Chan Chava, tenía las mismas preferencias que su padre, pero cuando se trataba de toros, estaba dispuesto a hacer las excepciones que hicieran falta, incluso, si había que ir a pie hasta la Ciudad para ver una corrida, se iba y muy contento que lo haría.

Doña Fátima dejaba esos espectáculos para la gente común y sencilla del pueblo, fue educada en el seno de una familia perteneciente a la autodenominada Ralea Principal, y no es que la gente de esta estirpe no apreciara la fiesta brava, si no que las señoritas que procedían de lo que se conoce como de “buena familia”, - nombre eufemístico para referirse a las clases adineradas -, eran muy selectivas y solo asistían en donde pudieran estar en palcos de honor y rodeadas de circunstancias que las distinguiese de los demás. Era más apropiado asistir a eventos propios de la gente bien: óperas, recitales, conciertos de orquesta filarmónica, ballet, y esas cositas que a los acaudalados les gusta para demostrar que su dinero es dinero culturizado.

Chío y su padre en cambio, viajaron en todo este tipo de transporte democrático, pues viviendo en el pueblo, a Don Juan Antonio no le hacía falta ningún medio de transporte privado, ni siquiera para su trabajo, porque las telecomunicaciones habían facilitado la forma de entrega de sus columnas a los diferentes medios periodísticos para los que trabajaba.

Por los alrededores de la Plaza se amontonaba la gente, entre amenas charlas y escancio de bebidas refrescantes, todos esperaban la hora en que las puertas de la plaza fueran abiertas para que la gente entrara y empezara a ocupar su sitio.

Los cuatro lugareños se encontraron ahí, los Arámburu ya habían llegado con sus dos billetes de sombra que el Club Interamericano Libanés le había hecho llegar con toda oportunidad a Don Salvador, y Chío tenía ya la entrada que su padre había conseguido por medio de sus colegas, la localidad estaba ubicada justo detrás del burladero de la prensa, para que no hubiera dudas sobre la honorabilidad de esta señorita, que iba debidamente acompañada por su padre que estaba ahí haciendo su trabajo.

Los cuatro paisanos se saludaron al encontrarse, intercambiaron algunos comentarios y pronto entraron a la plaza. La corrida fue memorable, la plaza estaba, como era de esperarse, hasta la bandera, aunque no tan apoteósico como cuando el Cordobés. El Maestro Chenel satisfizo con solvencia las expectativas del público. Para Chío fue una tarde especial, salía poco, y además, hoy estaba en un sitio privilegiado, muy cerca del callejón, en donde veía el ir y venir de los alternantes, cuadrillas y mozos de espadas, tenía, en esta ocasión doble ración de tauromaquia.

Pocas cosas le envidiaría Chava a Chío, pero en esta ocasión no se encontraba del todo cómodo en su privilegiado tendido de sombra, ahí no se palpaba de cerca el mundillo de los toros, miraba a la distancia a Chío, y sabía que la chica, que era eso, una chica, se lo estaba pasando mejor que él.

Más envidia sintió cuando el padre de Chío se acercó al diestro español libreta en mano para entrevistarle. Estaban justo delante de la localidad de la hija del periodista, así que era fácil adivinar que aquella iba a escuchar al torero de viva voz y además, se podía uno imaginar lo orgullosa que estaría la muchacha de ver a su padre haciéndole preguntas a un mandón de la fiesta.

Chava miraba la escena desde lejos y aunque se ponía en el lugar de Chío, no le extrañaba que ésta, sintiendo tanta emoción por dentro, se quedara tan quieta y con una expresión facial neutral, sabía que se debía a una falta de apreciación sobre la trascendencia del evento, sino porque debía comportarse así, si no quería que la gente la tomara por una “buscona”. Pero a pesar de saber esto, no se compadecía de Chío por el esfuerzo realizado para mantener la compostura que se espera de cualquier mujer decente, daba por hecho de que eso no era difícil hacer, que cualquiera puede lograrlo: reprimir algunas emociones debe de ser un atributo que viene unido a la naturaleza femenina, en quien seguramente se da una capacidad innata para seleccionar entre la permisión para la demostración de ciertos sentimientos y la represión de otros, todo esto, de forma inconsciente y que por lo tanto, no afectaba al estado emotivo de las féminas, es decir, Chío, seguramente estaría contenta de permanecer inexpresiva observando la entrevista y se sentiría satisfecha de forma natural, sin necesidad de aplicar un esfuerzo extra.

Al término del festejo, cada familia emprendió la vuelta a casa por los mismos medios por los que había venido, los Arámburu en su flamante vehículo y Chío y su padre por transporte colectivo, de tal manera que, los primeros llegaron antes al pueblo, los otros dos, llegaron tres horas más tarde; sin embargo, para las dos familias habrían sorpresas, ninguna agradable, por cierto.

Al llegar a la entrada del pueblo, el vehículo bajó la velocidad, Padre e hijo, tuvieron una sensación extraña. La gente les miraba de soslayo al paso del vehículo, e inmediatamente se ocupaban de nuevo a sus actividades con un afán notoriamente exagerado.

Ninguno de los dos dijo nada al otro, continuaron en silencio hasta la casa, y cuando estuvieron ya cerca de ella, vieron que una pequeña cantidad de “mesticitos”, con sus vestimentas distintivas de la clase social más baja del pueblo, se arremolinaban en la entrada. Los dos Salvadores reconocieron a los que ahí estaban, eran los trabajadores del rancho propiedad de la familia, que rodeaban a un muchacho como de la edad de Chava, ambos le conocían, pero Chava le conocía un poco mejor, era “el Rojo”, así le llamaban en la escuela, era un estudiante de bachillerato que había llegado con sus padres procedentes de la Capital hacía cuatro años, y se distinguía en clase por las ideas que manifestaba en sus intervenciones, fascinaba a algunos por su manera de hablar, pero en cambio, a gente como Chava y los hijos del rico mantequero, por ejemplo, les caía como una patada en el hígado.

Hablaba de cosas que Chan Chava sólo había escuchado en su asignatura de Introducción a la Economía, y las daba por totalmente desechadas y que jamás se habían oído en el pueblo y mucho menos, puesto en práctica, el chico de la Capital hablaba de la lucha de clases, que si del estructuralismo social, que si Keynes que si Estado de Bienestar y la  justicia social, que si la emancipación obrera, y una serie de tonterías que la gente como Chava encontraba sin ningún sentido.

Lo que funcionaba era lo que estaba puesto en marcha, el dinero lo ponían algunos, ¿necesitaban trabajadores?, los contrataban, les pagaban sus salarios para que compraran comida, ropa y medicinas ¿qué más querían? Se preguntaba siempre Chava cuando oía hablar al “huach” ese, además, nunca nadie en el Pueblo había protestado, con lo cual, se deduce fácilmente, de que estaban conformes.

- ¿Qué querrán esos nacos con el Rojo? – preguntó Chava a su padre mientras se iban acercando a la cochera.

- ¿Quién es el Rojo?

- El huachito ese, el hijo de los del taller de zapatos, así le llamamos en la escuela, el Rojo.

- Ah, pues no tengo ni idea que tenga que ver ese muchacho con mis trabajadores. Vamos a ver – dijo tranquilamente Salvador Padre, al momento que terminaba de estacionar el coche y quitaba las llaves del interruptor para disponerse a salir y enterarse de lo que pasaba.

Decidió salir directamente a preguntarle a los trabajadores ahí reunidos, resolvió hacerlo así, sin enterarse primero de la situación de los que estaban en casa, como no creía que la cosa fuera para preocuparse, eso lo dejó en manos de su hijo. Ya en la puerta, se dirigió a uno de sus trabajadores:

- ¿Qué pasa Pedro? ¿es conmigo con quien quieren hablar?

- Sí Patrón, estamos aquí para hablar con usted acerca de algunas cosas que necesitamos mejorar.

- Ah, bueno, y ¿qué es lo que quieres mejorar? ¿le pasa algo al ganado o qué?

- No, al ganado no, Señor Arámburu – irrumpió intempestivamente el Rojo – es a sus empleados a quienes les pasan muchas cosas y necesitan solucionarlo.

- ¿Y tú, jovencito, qué pitos tocas aquí? Tú, que yo sepa, no trabajas para mí, así que no sé qué es lo que tienes que decir, ni me interesa, y si me disculpas, estoy esperando respuesta de Pedro, que es el que trabaja conmigo.

En ese momento, apareció Chava, que por la cara de tranquilidad que traía, hizo suponer a su padre que tal como él había imaginado, en casa, todo iba bien. Chava sin decir nada se posicionó a su lado y tomó el discreto papel de espectador.

- Disculpe, Señor Arámburu – insistió el Rojo huach – estos señores no trabajan con usted, sino más bien trabajan para usted, que es distinto, y yo toco los pitos de representante de estos obreros que vienen pacíficamente y con buenos modales a demandarle una mejora en las condiciones de trabajo.

- ¿Representante? – preguntó ya muy enfadado el Señor Arámburu - ¿qué tonterías son esas, Pedro? – se dirigió a su empleado, ignorando ostentosamente al Rojo.

Pedro, el empleado cuestionado, comenzó a mover los labios demostrando la inseguridad que tenía pegada en el alma, y que le acompañaba para aflorar cada vez que se dirigía a alguien distinto a sus pares. En realidad, entendía lo que él y su gente hacían ahí, pero sentía miedo, por no estar seguro si verdaderamente tenían derecho a ir a pedir lo que iban a pedir. Comenzó a emitir un sonido para empezar a articular alguna palabra, ante el nerviosismo de Pedro, fue el Rojo quien volvió a tomar la palabra.

- Mire, Señor Arámburu, si estoy aquí, es para explicarle en nombre de todos estos trabajadores suyos, las demandas que quieren plantearle, ellos lo han decidido así libremente y yo he aceptado de igual forma, con lo cual, lo que yo le diga a usted es lo que viene a decirle toda esta gente.

- Mire, Señor…

- Emilio López – informó el reivindicador.

- Mire, Señor López – continuó el ganadero,- por última vez, antes de que yo me enfade seriamente y pierda por completo la paciencia, usted no tiene nada qué hablar conmigo ni yo con usted, si usted es representante de mis trabajadores, diga, bajo qué ley ampara usted ese derecho y enséñeme ahora mismo el documento, acta o nombramiento que le acredite legalmente como tal, si no lo tiene, haga el favor de mantenerse con la boca callada, o mejor aún váyase a otra parte, antes de que yo llame a la policía para que le emplacen al orden.

Tanto el trabajador Pedro, como los demás, sintieron pánico, sentimiento que se reflejó automáticamente en sus rostros y que no pasó inadvertido para el rico ganadero, no por experiencia en este tipo de situaciones, porque en realidad, era algo que no había visto nunca en el pueblo y con lo que nunca había tenido que enfrentarse ni él ni su familia, pero los obreros destilaban tal grado de inseguridad que se percibía fácilmente. El único que seguía mostrándose seguro de sí mismo y que sólo por esa demostración de fuerza los trabajadores no habían terminado por bajar la cabeza y retirarse, era el tal Emilio López, o más fácilmente, el Rojo, como le llamaban en el bachillerato.

- Los trabajadores tienen derecho a organizarse y nombrar a alguien que les represente ante cualquier autoridad, y en esta ocasión, me han elegido a mí para representarles ante usted y presentarle sus demandas.

- ¡No me diga! – dijo alzando la voz y con sorna el patrón – pues mire, si es que tiene usted nombramiento formal para tales efectos, no hace ni falta que me le enseñe, porque, figúrese usted, que yo no soy ninguna Autoridad,  como usted dice, sólo soy un empresario que emplea a la gente que libremente decide entrar a trabajar conmigo ¿oyó bien? Conmigo, - dijo esto último, recalcándolo muy bien, para hacer notar la voluntariedad de ser empleado suyo, - así que por última vez, le invito a que se mantenga con la boca callada, porque usted y yo no tenemos nada de qué hablar, si usted es el representante legal de estos señores, vaya pues, con la autoridad, a mí déjeme en paz.

- Mire Señor Arámburu, no trate de usar las palabras tendenciosamente en su..

- A ver, Pedro, ¿me vas a decir de una vez por todas a qué han venido y qué es eso que dices que quieres decirme? – dijo el Señor Arámburu interrumpiendo e ignorando bruscamente al Rojo.

- Bueno patrón, - dijo en tono bajo y con la cabeza inclinada hacia abajo el empleado cuestionado – nosotros queríamos pedirle que por favor, si fuera usted tan amable y si así lo considera – se detuvo un instante el peón, mientras seguía con la cabeza gacha y recorriendo con las dos manos la circunferencia de su sombrero de paja.

- Pedro, dijo indignado el Rojo, dile al Señor lo que pedimos.

- Mire, ya le dije que se calle – gritó prepotentemente Don Salvador.

- Pedro, yo estoy hablando contigo y no con tu Patrón, y estamos aquí en la calle que es propiedad de todos y no sólo del patrón – dijo astutamente el Rojo utilizando las mismas armas que su contrincante  – levanta la cara y di a qué hemos venido, yo estoy aquí Pedro, mírame a los ojos, ¡dilo Pedro, dilo! – dijo en tono de compañerismo y solidaridad.

- Pedro, estoy esperando todavía y la verdad es que me estoy cansando ya – presionó a su vez el Patrón que había captado el mensaje y que sabía que en ese momento no podía hacer más para callar al maldito muchacho "malcriado".

- Mire patrón, - dijo entonces otro Peón, con más decisión y carácter que el cuestionado Pedro, quien a decir verdad, Don Salvador se dirigió en primera instancia a él, no por considerarlo un líder en ningún aspecto ni un interlocutor válido, sino porque fue a quien podía dirigirse recordando su nombre sin temor a equivocarse – nosotros, - continuó éste de más arrestos, - queremos que nos aumente el salario, que nos haga un contrato debidamente registrado ante las autoridades laborales, para que así, también, podamos entrar al Sistema de la Seguridad Social y tener médicos y las medecinas para todos nosotros, nuestra esposa y nuestros hijos, porque no nos alcanza con lo que ganamos ni para comprar comida ni ropa ni cuadernos para nuestros chamacos para que puedan ir a la escuela. Nosotros – continuó el peón de cuyo nombre el Patrón no estaba seguro – tenemos muchos problemas de salud en la familia, y cuando hemos recurrido al dispensario médico, no nos han atendido bien porque dicen que nosotros no pertenecemos al hospital.

- Sí, patrón, - dijo otro peón de los ahí reunidos - mi tsirisita tiene cinco años y parece una viejita, y la llevé al médico y me dijo que me estaba dando su opinión de forma muy aparte del hospital, por humanidad, porque al no tener nosotros seguridad social, no teníamos derecho ni a consulta, ni medecinas, y el señor doctorcito me dijo que a mi hijita era bueno que la viese un médico de la Ciudad y que le recetara medecinas buenas a las que tendría derecho si contribuyera con  la seguridad social.

- Ah, entiendo, pues miren muchachos, yo no obligo a nadie, el que está conmigo lo hace libremente, y mi forma de trabajar es muy mía, el que la quiere aceptar, la acepta y el que no, pues busca trabajo en otro lado y santas paces. Ahora, si me disculpan quiero entrar a descansar, el que quiera seguir conmigo, mañana nos vemos en el rancho, el que no, que pase a recoger su salario correspondiente y a otra cosa mariposa – dio por toda respuesta Don Salvador, quien sin mediar más, se metió a casa con su retoño siguiéndole.

- ¿Qué piensas hacer, papá? – preguntó el hijo, ya estando dentro de casa.

- ¿Yo? Nada.

- ¿No hay problemas? A lo mejor los puede haber ¿no?

- Aprende esto, mi queridísimo futuro abogado: “papelito habla” y yo como soy muy considerado y no me gusta avergonzar a la gente que no sabe leer ni escribir, no quiero aprovecharme de esa condición para poner cláusulas que puedan resultar leoninas. A mis trabajadores los contrato de palabra; si están contentos, pues adelante, si no, pues se van a otra parte a buscarse trabajo y ya está, ahora sí te digo, yo no tengo trabajadores problemáticos ¿entiendes? Y nunca les he tenido.

Chan Chava se quedó meditando estas palabras, y entendió todos los sentidos que encerraban y pensó que no sabía si su padre era más sabio que viejo o un viejo sabio y lo admiró.

Un par de horas después de estos acontecimientos, llegaron por fin Chío y su padre al pueblo, para quienes el final del día también tenía una mala sorpresa. Al entrar el autobús al pueblo, no notaron ya nada; los trabajadores de Don Salvador ya se habían disgregado, y la gente que andaba por la calle también había dado por concluido el asunto de la casa Arámburu por lo que todo aparentaba normalidad.

Padre e hija entraron a casa:

- Mamá, ya estamos aquí – informó el periodista taurino.

- Chichí ¿en dónde estás? – la llamó Chío – voy a verla, - dijo al tiempo que se dirigía a la habitación de la anciana que era el lugar en donde creyó más lógico encontrarla, no tardó y salió de nuevo al encuentro de su padre – papá, la Chichí no se despierta – dijo con la voz quebrada, Don Juan Antonio corrió a verla.


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